lunes, 21 de abril de 2014

EL ECO DEL RELÁMPAGO




De todos los ecos de las voces del silencio, preferí el estruendoso ruido del relámpago.
Caminaba en dirección contraria, aquella tarde. Me sumergía, como de costumbre, en pequeños baños en el alba de los días, pero entendí por un momento, que la convicción era más potente que su anhelo. Y le vi pasar: pasos suaves, como el despliegue de las alas de una humilde golondrina. Despacio, andaba sin saber, que mis impetuosos ojos, sedientos por lo desconocido, le reconocieron. No subí en espuma, corté las alas. El olvido se apoderó de la línea invisible entre su esencia y la mía. Unas pupilas ondeadas por el balance de la gravedad, por la masa de mi cuerpo, por la relatividad del tiempo.
Encendí mis manos, cual encendedor apagado por la brisa de una gota de rocío, y me escapé. Me marché como lo hacen las rocas inmutables al ver pasar un temporal, un huracán hambriento de esencia rota, de indivisibles formas.
Sonrío al recordar mi idiosincrasia. Es relativo el hecho de sentir sin ser, de parecer sin llegar a estar.
Ahora todo está tan quieto. El frío escapa hacia los incisivos huesos que me aprietan el corazón. Líneas sin sentido, quizá un sentido amargo, trazo sin reconocer el camino que han de seguir.  
Ahora… soy incapaz de traducir las letras que me dicta el alma, sin forzar su sentido. Desaparecieron sus pasos, en aquel sueño, y desapareció consigo el sentido de las luces del viento que parpadean, que se manejan en mis infinitos sentidos.
Ahora escribo, probablemente, como un sordo que compone una melodía. Ciega, sin vista, sin ninguna pista de su rastro. Las huellas de sus pasos se quedaron ancladas por siempre en mis letras. Queriéndolo o no, estarán por siempre en mí. Y yo aquí. 

Danna Merchán


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