De
todos los ecos de las voces del silencio, preferí el estruendoso ruido del
relámpago.
Caminaba
en dirección contraria, aquella tarde. Me sumergía, como de costumbre, en
pequeños baños en el alba de los días, pero entendí por un momento, que la
convicción era más potente que su anhelo. Y le vi pasar: pasos suaves, como el despliegue
de las alas de una humilde golondrina. Despacio, andaba sin saber, que mis
impetuosos ojos, sedientos por lo desconocido, le reconocieron. No subí en
espuma, corté las alas. El olvido se apoderó de la línea invisible entre su
esencia y la mía. Unas pupilas ondeadas por el balance de la gravedad, por la
masa de mi cuerpo, por la relatividad del tiempo.
Encendí
mis manos, cual encendedor apagado por la brisa de una gota de rocío, y me
escapé. Me marché como lo hacen las rocas inmutables al ver pasar un temporal,
un huracán hambriento de esencia rota, de indivisibles formas.
Sonrío al
recordar mi idiosincrasia. Es relativo el hecho de sentir sin ser, de parecer
sin llegar a estar.
Ahora todo
está tan quieto. El frío escapa hacia los incisivos huesos que me aprietan el
corazón. Líneas sin sentido, quizá un sentido amargo, trazo sin reconocer el
camino que han de seguir.
Ahora…
soy incapaz de traducir las letras que me dicta el alma, sin forzar su sentido.
Desaparecieron sus pasos, en aquel sueño, y desapareció consigo el sentido de
las luces del viento que parpadean, que se manejan en mis infinitos sentidos.
Ahora
escribo, probablemente, como un sordo que compone una melodía. Ciega, sin
vista, sin ninguna pista de su rastro. Las huellas de sus pasos se quedaron
ancladas por siempre en mis letras. Queriéndolo o no, estarán por siempre en mí.
Y yo aquí.
Danna Merchán
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